Es un hecho doloroso, pero lógico y perfectamente explicable, que la América de procedencia española no ha conservado hacia su madre patria, hasta hace muy pocos años, las relaciones de benevolencia y cariño que son naturales entre individuos de una misma familia, entre pueblos de una misma raza, entre naciones unidas, tanto o mas que por los vínculos de la sangre, por los lazos de idéntica civilización.
Errores históricos de que no cabe pedir cuenta más que a las condiciones de los tiempos y a las fragilidades de la naturaleza humana, han mantenido apartadas por grandes, y hasta cierto punto justificadas prevenciones, las ramas de este inmenso árbol que, teniendo su tronchen la península ibérica, se extienden lozanas y vigorosas por el vasto Continente que se dilata entre los dos más vastos mares de nuestro globo.
Este mutuo apartamiento, iniciado en el espíritu desde varios siglos, y consumado por la emancipación completa que aquellos hermanos nuestros realizaron a principios del actual, ha hecho que ignorásemos casi en absoluto los que vivimos adscritos a la vieja Europa lo que pasaba en la otra parte del Atlántico, donde naciones jóvenes, sangre de nuestra sangre, pedazos de nuestro corazón, luchaban con la naturaleza y la barbarie para alcanzar un puesto honroso en el gran concierto de la civilización, desplegando las mismas o superiores facultades que a sus antepasados han merecido un lugar preferente en la historia de la humanidad.
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