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En un célebre fragmento de Leyes, Platón explica cómo, en tiempos convulsos para la ciudad, los teatros fueron tomados por un público voluble y ruidoso, que desconocíalas leyes del ritmo y la armonía, hasta que una teatrocracia malvada acabó suplantando a la aristocracia tanto en la música como en la política. Desde entonces, y hasta nuestros días, la analogía entre el ágora y el teatro ha sido un punto de referencia constante en las invectivas contra el aspecto representacional de la vida pública. Para los enemigos de la democracia, nada hay más fácil que arremeter contra su entramado de representaciones proclamando que en el formidable escenario mediático todo es teatro, puro teatro. Todo es imagen y espectáculo. Jugando con la irreductible ambigüedad de la noción de «representación democrática», al mismo tiempo fuente de autoridad y herramienta para la visualización de intereses y necesidades, este ensayo pretende desmontar las raíces de esta asociación conceptual, poniendo de manifiesto algunas de sus virtudes. Contra Platón y, sobre todo, contra sus epígonos contemporáneos, reivindica el papel que las prácticas representativas podrían desempeñar en la construcción de una esfera pública democrática.