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Apenas iniciados los años treinta del pasado siglo, un jovencísimo Woody Guthrie abandonó la devastada Oklahoma de su infancia para emprender un viaje que sólo detendría la muerte tres décadas más tarde. Rodando a pie o a dedo por los polvorientos caminos de la Gran Depresión, persiguiendo la quimera del Oeste en vagones de carga compartidos con vagabundos, pordioseros y emigrantes, conviviendo con los parias de la tierra en tabernas, fondas, fábricas o campos de cultivo, Guthrie quiso vivir entre las voces de esa América que algunos llaman profunda para tejer con ellas un prodigioso legado de canciones cuyos ecos no han dejado de sonar en la música popular contemporánea. De ese centón sale uno de los hilos que ha enhebrado, entre otros, Bob Dylan. Pero Guthrie nos legó también un relato en prosa de su peregrinación inacabada, una singular autobiografía que consigue recrear las múltiples texturas de un hombre, de una época y de una visión que no podemos dejar en las garras del olvido. Cuando reseñó la obra para el New York Times, Clifton Fadiman rindió a su autor este homenaje: «algún día la gente advertirá que Woody Guthrie y las diez mil canciones que desprenden las cuerdas de su guitarra pertenecen al patrimonio nacional tanto como Yellowstone o Yosemite, que forman parte de lo mejor que este país puede ofrecer al mundo».