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Con el surgimiento de los estados modernos a finales de la Edad Media los distintos proyectos políticos generaron en cada caso relatos legendarios, aparatos simbólicos, ceremonias y construcciones visuales que reforzasen su legitimación. En el siglo XV los diversos reinos fueron construyendo imaginarios de reyes guerreros, como por ejemplo los que surgieron en torno a Fernando II de Aragón, Enrique VII Tudor, el duque de Borgoña Carlos el Temerario o Maximiliano I de Habsburgo. Pero en la cultura naciente del Renacimiento el universo épico que fascinaba a príncipes, cortesanos y humanistas, estableciendo modelos ideológicos, artísticos e iconográficos, era el de la Antigüedad, configurado tanto por héroes procedentes del mito como de la Historia. Los Rex Bellum de la Edad Moderna gustaron de mirarse en este espejo para medirse en gloria con sus admirados héroes de un pasado ya remoto. Durante siglos, desde Aristóteles, Cicerón y San Agustín hasta Maquiavelo y Clausewitz, muchos pensadores, tratadistas y autores de «espejos de príncipes» defendieron las virtudes y las ventajas de la guerra. Y durante dos milenios monarcas y emperadores construyeron estados e imperios en Europa librando contiendas contra rivales y enemigos. El prestigio de la victoria permitió fabricar en cada ocasión una determinada iconografía de la guerra que se desplegó en los retratos regios, los palacios, las ciudades o la fiesta pública, construyendo ininterrumpidamente y por doquier artefactos visuales de gran poder persuasivo que han pervivido hasta la cultura artística contemporánea.