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Es preocupación común, que aparece en las más variadas culturas, la del interés que acompaña a los ritos de la muerte y del depósito del cuerpo después. En tantas ocasiones, con una evidente connotación religiosa, con el dato también de la diferencia de fórmulas y soluciones. A veces predomina el interés por la distinción y ostentación de los poderosos, como bien evidencian las grandes construcciones funerarias de los egipcios, las pirámides señaladamente, sin olvidar tantos otros casos equivalentes, como el del «mausoleo», que hizo construir Artemisa, la reina de Halicarnaso, Caria (353 a.c.), en recuerdo de su esposo Mausolo, y que sería considerado como una de las siete maravillas del mundo "también lo fueron las pirámides de Egipto", o, a muchos kilómetros, el enterramiento del señor de Sipán, así como tantas capillas para el enterramiento de monarcas, dignidades eclesiásticas o de familias nobles o acaudaladas, con testimonios de tanta calidad artística, pudiéndose citar en el caso de España, el ejemplo sobresaliente de la Capilla Real de Granada. Sin olvidar el alarde de algún dictador de nuestro tiempo, sin reparar en gastos "aunque hubieras que horadar la montaña", a la hora de prepararse una sepultura de impacto. En otras ocasiones, las más de las veces, serían soluciones colectivas, como las catacumbas, los enterramientos junto a las iglesias, que fueron frecuentes entre nosotros, lo que se ilustra también a la perfección con la experiencia del Reino Unido, hasta dar el salto y llegar a la fórmula que se generalizó de los cementerios, ya los enormes de las urbes, ya los recoletos de los pequeños lugares. Fórmula en la que algunos han destacado de manera sobresaliente por albergar huéspedes ilustres, entre los que se pueden citar el caso del parisino «P�re Lachaise», o el cementerio civil de Madrid