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La soledad, de las campanas que aún tañen en iglesias decrépitas, de las navajas con mango de madera de boj, de los candiles que iluminan por la noche, de palabras y mundos que desaparecen.
Este libro habla de la soledad, de las campanas que aún tañen en iglesias decrépitas, de las navajas con mango de madera de boj, de los candiles que iluminan por la noche, de palabras y mundos que desaparecen. Virginia Mendoza retrata a los que se quedaron en el pueblo cuando todos sus vecinos emigraron a las ciudades, pero también a los que abandonaron la ciudad y se fueron a vivir al campo. Permanecer o partir se convierten en actos de rebeldía e independencia. Los hombres y mujeres de estas páginas podrían ser los protagonistas de las novelas de Miguel Delibes y Julio Llamazares. Con ellos desaparecerá por completo una forma de vida basada en el arraigo a la tierra, la supervivencia y el contacto con la naturaleza más pura.
«Cuando volví a mi pueblo, se había instalado una fría novedad: un tanatorio. ¿Qué iba a ser de aquellos descendientes de mi abuelo que contaban chistes junto a la puerta de los difuntos de cuerpo presente? Años después, mi abuela Francisca —la que guarda tres mortajas, por si acaso, para no molestar—, me pidió que le pinte los labios cuando muera. Empecé a creer que la gente de su generación estaba obsesionada con la muerte. Me equivocaba. Nada amaban tanto como la vida y ni la soledad ni las ausencias ni los miedos minarían su instinto de permanencia. No sé si podré pintar los labios a mi abuela, pero he conocido a quienes le cerrarán los ojos a la tierra».
Descubren el retrato de los que se quedaron en el pueblo cuando todos sus vecinos emigraron a las ciudades, pero también a los que abandonaron la ciudad y se fueron a vivir al campo.
FRAGMENTO
Pepe: Los jóvenes se fueron en busca de trabajo a otro sitio, y los abuelos al cementerio. Eso no falla. Andrés: He visto derrumbarse las casas una a una y he luchado inútilmente por evitar que esta acabara antes de tiempo convirtiéndose en mi propia sepultura. Pepe: Ahora se deshará todo, home. ¿Sabes qué hicieron aquí? Estaba la iglesia en obras, que estaba caída. Esta iglesia estaba ahí abajo, al lado del cementerio. Subieron cargados con los machos pa’ hacerla aquí. Aquí vivían ochenta personas por aquel entonces. En acabarse la chent, s’acaba tot. Andrés: Yo me di cuenta de que mi corazón ya estaba muerto el día que se fueron los últimos vecinos. […] ni siquiera tuve tiempo de ver cómo yo mismo envejecía. Pepe: Yo no tuve tiempo ni para casarme. Mi único hobbie eran las ovejas. Los padres se quedaron aquí hasta el final y yo me tuve que quedar a cuidarlos. Estaba yo solo con cuatrocientas ovejas. Estoy aquí desde que nací; siempre he vivido en Ballabriga.
ACERCA DEL AUTOR
Virginia Mendoza (Valdepeñas, 1987) es «perioantropodista». Le dijeron que dejara el periodismo y se dedicara a la literatura, pero también le dijeron que la única diferencia entre el periodismo y la antropología es el tiempo. Siempre se le dio mal elegir. Empezó a arrastrar el bolígrafo por los márgenes de los prospectos de su abuela y ahora escribe en Yorokobu, Altaïr, Píkara y donde le dejan. Se siente nómada, por eso escribe sobre los que se quedan. Ha vivido en Armenia y es autora de Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada.