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Ha llegado otro letal e implacable engendro al planeta de la deformidad y el excremento. Y anda buscando al Carantigua. El pudridero no es lo bastante grande para los dos, amigo. Ajeno a la aparición de su perseguidor, el protagonista de la saga empleará sus expeditivos métodos para escapar de las garras del Caligulón, una especie de engendro biomecánico que trata de controlar su menteà como si en la mente del Carantigua hubiera algo más que sed de sangre. La orgía de sangre y fluidos corporales alcanza cotas de manual quirúrgico, la tensión aumenta y comienza a atisbarse lo que podría ser una trama. Si en la primera parte de Pudridero ya asistíamos a un espectáculo alucinado de violencia y mal gusto sin sentido, Johnny Ryan (Boston, 1970) hace suyo en esta segunda parte el famoso precepto cinematográfico de empezar con un terremoto y a partir de ahí seguir subiendo la apuesta. El iconoclasta Ryan revisita el underground y la serie B de los 70s y los devuelve al terreno de la modernidad, despojándolos de socarronería posmoderna y situándolos en el lugar que les corresponde: el del derribo, el del espectáculo abisal y obsceno, hasta rayar lo intolerable.