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El autorretrato de toda una generación de postguerra, exilio, lucha antifranquista, bohemia y, finalmente, libertad, éxito y glamour. Las memorias de Eduardo Arroyo, artista en sentido amplio e intelectual de primera línea, tienen la vocación de ser leídas como «una sarta de confidencias plagadas de historias» y de «dejarlo todo dicho, todo cosido, todo atado». Inspiradas en la Minuta de un testamento de Gumersindo de Azcárate, estas memorias tejidas de recuerdos, reflexiones, anécdotas, retratos y mucho humor, cubren en un desorden perfecto su adolescencia en el Madrid los años cincuenta, su exilio en París, donde su obra, marcada por cierta obsesión por la España franquista, fue muy bien recibida y valorada, su gusto por el Whisky J&B, las dificultades de la creación artística, sus viajes a Cuba o su amistad con Jorge Semprún. A caballo entre Francia e Italia, participó en todas las aventuras de la «figuración narrativa», corriente que combina la representación de lo cotidiano con las demandas sociales y políticas del momento. Tras la muerte de Franco, regresó a España, país en el que pasó a sentirse como un extraño. Fue en ese momento cuando se atenuó el carácter contestatario de su obra, y exploró nuevos temas y personajes como el deshollinador o el boxeador, maravillosas metáforas del artista.