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El llamamiento del Papa Urbano II en Clermont (1095) abrió una nueva era, la de las cruzadas. En adelante, a lo largo de toda la Edad media, la idea de cruzada iba a permanecer presente en los espíritus y marcar profundamente las mentalidades de los cristianos de Occidente, planteando la cuestión lacerante de los "santos lugares" de Jerusalén, todavía hoy de actualidad, con su cortejo de odios y de sangre. El Papa puso así los cimientos de una verdadera institución, cuyos ritos, modalidades y privilegios los papas posteriores fueron precisando y fijando poco a poco. Pero la cruzada puede considerarse también como el resultado, la conclusión lógica, casi inevitable, de un lento proceso, de una verdadera revolución doctrinal que, a lo largo de varios siglos, condujo a la Iglesia desde la no-violencia inicial al uso meritorio y sacralizado de las armas: una "guerra santa" o, mejor dicho, una guerra sacralizada, en la medida en que el concepto mismo de guerra santa parece inaceptable en nuestra época. La cruzada tuvo una prehistoria, que este libro del medievalista francés Jean Flori aspira a aclarar, explorando principalmente esos siglos que generalmente se llaman oscuros, los siglos X y XI. Fue en este periodo, en efecto, cuando se efectuó en Occidente, por diversas vías, la progresiva sacralización de la violencia guerrera.