¿Es la salvación por gracia, o es por deuda? ¿Le debe Dios al hombre el proveerle un Salvador? ¿Merecen los hombres toda la ira revelada desde el cielo contra la impiedad? ¿Es justa la sentencia de condenación? ¿Los méritos humanos no pueden servir para la felicidad eterna? ¿Puede el hombre volverse a Dios y dominar sus propios pecados? ¿La ruina del alma por el pecado es parcial o total? ¿Están los hombres muy alejados de la justicia antes de que la gracia divina los renueve? Cuando Cristo vino, ¿qué hizo y sufrió por nosotros? ¿De qué sirve su mediación para los perdidos? ¿Hay misericordia para todos los que se acercan a Dios por medio de Jesucristo? ¿Son las disposiciones del Evangelio adecuadas a las necesidades de los hombres? ¿Es necesaria la salvación? ¿Es infinitamente importante? ¿Es posible?
Estas y otras muchas cuestiones similares son objeto de continuo debate. De hecho, son temas que merecen la más profunda y solemne indagación. Son de interés primordial y universal. Aquel que no busque la verdad en estas cuestiones, debe ser declarado culpable de imprudencia criminal. Independientemente de lo que pueda reclamar su atención, aquí hay asuntos de importancia aún mayor. Estas cosas pertenecen al bienestar del hombre y al honor de Dios. Se aferran a la eternidad. Ningún hombre ha entregado su mente con demasiada franqueza, con excesivo amor a la verdad, o con excesiva seriedad a la investigación de las Escrituras, en temas de tan vasto significado.
No hay que negar que existen dificultades en el camino de todo investigador. Los prejuicios de los hombres son fuertes y sus pasiones violentas. Estos obstaculizan poderosamente nuestra recepción de la verdad. El mundo también está lleno de errores. Los hombres aman más las tinieblas que la luz. Los amigos de la sana doctrina suelen ser tímidos y poco resistentes. Los propagadores de las nociones falsas son vivaces y confiados. Es fácil abrazar el error. Conocer el camino correcto exige paciencia, indagación, humildad. Las grandes cosas de Dios no deben ser aprendidas por quienes frenan la oración. Cuán pocos hombres se encuentran clamando: "¡Abre mis ojos, para que vea las maravillas de tu ley!".
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