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François Truffaut se había construido una imagen bastante plana de sí mismo: la de un cineasta ferozmente independiente que sólo vivía para sus películas, respetuoso con el público y preocupado por su fidelidad, muy cortés con la prensa. Truffaut cultivó esa imagen de personaje juicioso, aun cuando se sabía que solía enamorarse de sus actrices y que en cada una de sus películas se contaba una historia que dejaba translucir casi siempre su autobiografía. De su atormentada infancia y una adolescencia al borde de la delincuencia, el hombre adulto conservó algunas heridas secretas y una dosis de violencia siempre contenida. Hay en su trayectoria un aroma novelesco que le vincula al siglo XIX, eso que podría llamarse la marca del destino. Actor principal del movimiento de la Nouvelle Vague, Truffaut vivió desde dentro una de las épocas más convulsas de la historia del cine. Desde su faceta de crítico, retratada en este libro como una verdadera educación sentimental, Truffaut saltó a dirigir su primer largometraje, Los cuatrocientos golpes, una obra fundacional y viva que continúa siendo una de las más sinceras y emotivas visiones del final de la infancia. Sus 24 años como director de largometrajes concentran la urgencia de alguien que quería contar muchas de sus pasiones: el sexo, las mujeres, los libros, el cine, la infidelidad, la educación, la niñez, la muerte. Jules et Jim, La piel suave, Fahrenheit 451, Besos robados, El pequeño salvaje, Las dos inglesas, La noche americana, El hombre que amaba a las mujeres, El último metro o La mujer de al lado son sólo algunas de sus obras más recordadas.