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En el principio no fue el verbo, sino el trabajo. El trabajo y después la palabra articulada fueron los dos estímulos principales bajo cuya influencia el cerebro del homínido pre-humano evolucionó hasta convertirse en el cerebro humano. Luego, a lo largo de la historia, en torno al trabajo se han ido estableciendo los vínculos sociales que han determinado el establecimiento de estructuras jerárquicas y de dominación diversas. Por eso, el análisis del trabajo es capital en la comprensión de cualquier época o momento histórico. Hoy, el derrumbe del modelo fordista ha llevado al nacimiento de los nuevos modelos de la llamada acumulación flexible. A pesar de que el proceso que ha caracterizado el desarrollo industrial de los últimos veinte años en los países con capitalismo maduro ha estado marcado por un fuerte aumento de la productividad, el factor trabajo no ha obtenido algún tipo de beneficio en términos de redistribución real de tales incrementos de productividad. En realidad, no se ha producido un aumento ocupacional, ni aumento de los salarios reales, ni reducciones significativas en el horario de trabajo, que actualmente se mantiene no muy lejos del habitual a finales de los años 50 del siglo XX. Y ni siquiera está garantizado el mantenimiento de los precedentes niveles de salario indirecto cuantificables a través del gasto social. Flexibilidad y precariedad son las banderas que, en aras de la competitividad, enarbola la denominada New Economy, bajo cuya máscara se oculta un crecimiento destructivo sin ningún aporte al desarrollo social ni mejora del bienestar. Pero los trabajadores no tienen por qué asistir pasivamente al recorte constante de sus ingresos directos e indirectos. Pueden tomarse medidas que permitan recuperar para el trabajo parte de los ingentes beneficios producidos por esos extraordinarios incrementos de productividad, y que hasta ahora han sido tomados exclusivamente por los detentadores de capital. Aquí, Arriola y Vasapollo sugieren algunas.