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Cuando titula este ensayo «Orden sexual», el propósito de Pommier es aludir a esa fuerza: potencia tan implacable como la de un ejército o una sociedad secreta decididos a alcanzar sus objetivos en cualquier circunstancia. Existe una disposición del deseo sexual. Se impone a cada cual, que responde a ella como puede, con más o menos ímpetu, sin saber de dónde viene esta fuerza. Lo hace aunque igno- re lo que tal potencia debe al amor. Justamente porque amamos ù dice el autor ù no queremos saber nada de lo que el amor conlleva de traumático, y justamente por amar obedecemos, sin saber a qué. Ignoramos el trauma para preservar nuestro amor. La represión recae precisamente sobre el saber referido al trauma del amor. Todo ocurre como si, para preservar el amor, se instalara una entera mecánica de la vida sexual, de sus elecciones y funcionamientos. ¿No es siempre así en lo que atañe a la identidad sexual y la elección de objeto, tal y como rigen el erotismo?: en el silencio que se tiende para preservar el amor pese a la fuerza del trauma, se despliega toda una pantomima de la vida amorosa, que se cumple como si el choque no hubiese ocurrido. Habrá que ahondar, pues, a partir de la identidad sexual, en la especificidad del deseo masculino y femenino y en su relación con la neurosis. La determi- nación significante muestra aquí ser decisiva. Más aún: si la vida amorosa está regulada por un orden que extrae su poder del silencio guardado sobre el trauma, ¿no habrá que interrogarse de nuevo por la eficacia del psico- análisis a su respecto? Por último, y retroactivamente a estas interrogaciones, ¿no es la dis- posición del goce lo que habremos de indagar?