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Durante más de mil años el papa de Roma fue la última instancia legitimadora de todo el orbe cristiano. Su sola autoridad era capaz de deponer a emperadores y reyes; de permitir o prohibir matrimonios; de ordenar o detener guerras; de legitimar o prohibir ideas e instituciones; de recaudar gravámenes fiscales en toda la cristiandad; de acumular un capital que permitía financiar las deudas de los reinos o de modificar el calendario. Los titulares del trono papal no solían ejercer ese inmenso poder temporal, sin embargo, en consonancia con los principios morales prescritos en los textos evangélicos, sino que su comportamiento ético era tan poco ejemplar como el de los reyes y nobles de su época, dedicados con desconcertante frecuencia a crueles venganzas, infantiles caprichos y rebuscadas perversiones de toda laya. Durante ese milenio, el papado y su Iglesia superaron escisiones y múltiples desafíos, pero consiguieron salir de todo ello sin ver cuestionados su poder y su razón de ser. Hasta que llegó la Edad Moderna. La modernidad ha empujado al papado y a su Iglesia por una vía declinante en la que ha ido perdiendo autoridad, prestigio, poder, recursos y presencia social. Un proceso aparentemente interminable, pero también irreversible, que Javier López Facal describe en este libro con buenas dosis de ironía y gran erudición.