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Joan Brossa, este poeta que nos llegó del surrealismo, fue un investigador de la poesía “lírica” y de sus implicaciones con la plástica, con gran presencia –a pesar de las condenas a la ausencia que su obra sufrió en España– en el campo de la “poesía visual” o decididamente “escénica”, que no otra cosa es el drama. Lo que se puede llamar “el teatro de Brossa” es una actividad dramática en estado perpetuo de tentativa, instalada en la desinstalación (valga esta paradoja), pues siempre mostró su no acomodo a las exigencias de los escenarios convencionales, y en el ámbito del teatro de lengua castellana del siglo XX quedó excluido también de los grupos de vanguardia y raramente traducido. Gran escritor en lengua catalana, compartió la fascinación ante las palabras con esa otra que experimentó ante el mundo de los objetos. Observador insólito de las realidades de su tiempo a través de los medios de su poesía visual, anotó y declaró el carácter ambiguo de los objetos y, secundariamente, su belleza. “Descubridor de lo banal en lo insólito”, se ha dicho de él. Seguramente; pero también, y creemos que más, de lo insólito en lo banal de la vida cotidiana. “Yo soy un inventor de estrategias”, dijo él en cierta ocasión, tratando vagamente de autodefinirse.