La obra a la que es llamado el siervo de Cristo tiene muchas facetas. No sólo debe predicar el evangelio a los que no son salvos, alimentar al pueblo de Dios con conocimiento y entendimiento (Jer 3:15), y quitar la piedra de tropiezo de su camino (Isa 57:14), sino que también se le encarga "gritar, no escatimar, levantar tu voz como trompeta, y mostrar a mi pueblo su transgresión" (Isa 58:1; 1Ti 4:2). Mientras que otra parte importante de su comisión se declara en: "Consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios" (Isa 40:1).
Qué título tan honorable: "Pueblo mío". Qué relación tan segura: "¡tu Dios!" Qué tarea tan agradable: "¡Consolad a mi pueblo!". Se puede sugerir una triple razón para la duplicación del encargo. Primero, porque a veces las almas de los creyentes se niegan a ser consoladas (Salmo 77:2), y el consuelo necesita ser repetido. En segundo lugar, para insistir en este deber con mayor énfasis en el corazón del predicador, para que no tenga que escatimar en la administración de la consolación.
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