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Las palabras de Ausländer son sencillas, ligeras, depuradas, límpidas, cada sílaba tiene una intensidad inconmensurable, como si acabaran de nacer. Y es así, con vocablos que vienen del primer día del mundo, como alivia las heridas de la lengua alemana. En un gesto diametralmente opuesto al de Paul Celan, no opta por destruir la lengua de los asesinos -como ella misma la nombró-, sino por salvarla. Con sus poemas combate y resiste todo el terror del siglo XX: el exilio, la persecución, el olvido, la Shoah, la desesperanza, la humillación, el silencio. Combate la muerte bajo todas sus formas. Y lo hace porque sus palabras resguardan la lucidez y la esperanza que, después de tantos crímenes, parecían haberse perdido para siempre. No se trata sólo de poemas de una extraña y gran belleza, sino de gestos políticos y éticos que son una alternativa frente al horror del mundo. Porque cuando el horror y la destrucción nos arrebatan la voz y las palabras, Ausländer sabe que -a pesar de todo- el ser humano no está acabado; sabe que la compasión, la hospitalidad, la bondad no han sido vencidas, y que aún queda mucho por decir.