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Imagino este ensayo como un combate. Quisiera escribir un ensayo-enojo, un ensayo-rabia. Que fuera recibido como una avalancha de golpes. Entre una frase y otra, habrá que visualizar energía desplegándose. Habrá que ver los músculos de mis muslos contrayéndose, mi centro de gravedad descendiendo y mis puños en posición de guardia. Habrá que entender por qué me esfuerzo por mantener mis hombros relajados y mis reflejos alertas, imaginar con precisión un codo que baja levemente, unas caderas que giran. Vean esa rotación, vean cómo esos huesos siguen el ímpetu del brazo y lo propulsan hacia su blanco. Entre cada palabra de cada una de las frases que componen este texto habrá que oír el ruido de un cuerpo pegándole a otro cuerpo. El martilleo de mi ira acaso no baste para que reviente la historia de mi familia. Entonces, será mejor guardar en la mente la imagen de unas vendas negras alrededor de mis articulaciones, que atenúan el filo, impiden que la piel se resquebraje, me protegen de una fractura en la muñeca. Que me permiten, sobre todo, embestir más fuerte.