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El duque Jean Floressas des Esseintes, último descendiente de una antiquísima familia de la aristocracia, cansado de París y de un mundo «mayormente compuesto por rufianes e imbéciles», vende su heredad, se hace con unas rentas comprando deuda del Estado y se retira en una casita en Fontenay-aux-Roses, «lejos del constante diluvio de estupidez humana». Tiene treinta años y ya se ha hartado de todo, incluso de sus propias extravagancias, como dar cenas «de duelo» con manteles negros y una orquesta que toca marchas fúnebres. En su nueva residencia solo aspira a la soledad, a vivir de noche con luz artificial, en compañía de su biblioteca de autores desdeñados de los últimos tiempos del Imperio romano, sus cuadros de Gustave Moreau y Odilon Relon, y un acuario con peces mecánicos. De la naturaleza ya solo piensa: «qué monótono almacén de praderas y árboles, ¡qué agencia banal de montañas y mares!». Cuando Joris-Karl Huysmans, hasta entonces seguidor de Zola, publicó en 1884 A contrapelo, sorprendió y escandalizó a sus contemporáneos, que no comprendieron la nueva intensidad con que un escritor formado en el naturalismo afirmaba que el arte era superior a la vida y que las cosas debían parecer verdaderas pero, «por supuesto», no serlo. Pero, heredera del dandismo y de Baudelaire, no tardó en convertirse en lo que se dio en llamar «la Biblia del decadente». Ciertamente, la novela sacude aún hoy la imaginación: su creación de otros mundos excesivos es un durísimo asalto a las concepciones mezquinas de la realidad pero es de tal envergadura que no solo se define a contracorriente sino que acaba teniendo valor y sentido por sí misma.